El niño irguió la cabecita e inmediatamente al padre se le puso un nudo en la garganta. La palidez de su cara, la inmensa inocencia de aquellos ojos tan abiertos y tan perplejos siempre, le llevaron a la certeza de que había obrado injustamente.
Lo habían descobijado a causa del calor y Jean Leroy pudo ver que movía los brazos con dificultad y lograba erguir la cabeza, pero las piernas se le habían consumido hasta el derrumbe y su torso estaba tan enflaquecido, que las vísceras sacaban las puntas como esas islas de hielo que contaban los marineros de los rumbos más altos.